La cortina
Dulces días de retiro estival. De calor y humedad. De llevar el dolce far niente a sus cotas máximas y pasar 18 horas al día tumbada. Tumbada durmiendo. Tumbada en la playa tomando el sol. Tumbada en la hamaca del jardín echando la siesta. Tumbada en la colchoneta de la piscina, dentro del agua, remando con las manos. Tumbada en el porche leyendo.
Entre lapso y lapso somnoliento, me quedo absorta, pensando cosas absurdas, fantaseando. Desde el lugar donde suelo colocar mi hamaca en el jardín, visualizo una puerta que está siempre abierta, cerrándose únicamente de noche. Tiene una de esas cortinas de cadenas de aluminio, en este caso de color negro, para evitar que los mosquitos entren en ella. A veces ondea con el aire, tintineando, y entre los diferentes ángulos que me brinda adivino un patio no muy grande al otro lado. En un par de ocasiones la he visto anudada en un extremo, dos o tres de los hilos ataban a los demás, posiblemente porque el tránsito en la puerta se preveía frecuente y era más cómodo retirarla a un lado. Ha sido entonces cuando he podido observar con más detalle su interior. El patio está decorado a modo de lugar de descanso y refresco, con un juego de mesa y butacas bajas de mimbre, y en un rincón, un banco balancín, esos columpios de adultos que tanto me gustan.
Curiosamente, nunca veo a nadie. Cuando la cortina está anudada o la mueve el viento, no hay señales de vida humana. Quizás duerman o estén dentro de la casa. Por el contrario, cuando oigo sus voces, su música, sus risas, por más que lo intento, no logro desde mi posición satisfacer la curiosidad y poner rostro a aquellos que se resguardan tras la cortina de los mosquitos y de curiosos y curiosas como yo.
No obstante, cuando te estableces en una posición fija, más tarde o más temprano, reparas en cosas no antes vistas y se presentan oportunidades que ni imaginaste. Ayer estaba medio dormida después de comer cuando me despertaron el susurro de los árboles y el tintineo de la cortina. Era suave, irregular, desacompasado, se me antojó melodía hechizante y tentadora. Nadie más me acompañaba en el jardín, así que no lo pensé e intuitivamente me dirigí hacia el objeto de mi intriga. Anduve los 5 o 6 metros hasta la puerta embelesada por el tintineo, dulce, más alto, más bajo, y la vista perdida en cómo bailaban sus hilos de metal.
Me detuve apenas a unos centímetros. No debería hacer eso, pensé, más disfruto dejándome llevar por estos impulsos razonablemente transgresores. Estiré el brazo, pinzando con los dedos un par de hilos de cadena que me sorprendieron por tibias y livianas. Nuevamente el aire orquestó el tintineo y me recordó una infancia en la que pasaba horas y horas jugando con aquellos cortinas metálicas, bien fuera tocándolas, moviéndolas a diestra y siniestra, haciéndolas chocar para oírlas sonar o incluso haciendo trenzas con ellas. Jugaba y exploraba con ellas tanto como podía y mi mente infantil dilucidaba, a sabiendas de que en ciertas partes no debían verme los mayores o me reprenderían. Hacerme una pulsera. Un collar. Un algo que no sabía definir, pero que me incitaba a pasar un par de hilos metálicos entre las piernas y tirar desde atrás para ejercer presión sobre esa parte de mi cuerpo que sólo debía tocar a escondidas.
Han pasado casi 3 décadas, ya no oigo reprimendas, solo tintineos, y esos hilos de aluminio en mis dedos provocan de nuevo las ganas de jugar. Coloco uno entre mis dientes, noto el sabor metálico, no me disgusta. La lengua traviesa se enreda en él , pasa eslabón por eslabón, intenta colarse en sus agujeros. Sabiamente suena de nuevo el tintineo para evitar que despierte de mi embelesamiento ya que es la melodía hechizaste que me tiene retenida. Única y exclusivamente siento lengua hasta que deseo sentir la cadena en mis otros labios, así que no reprimo el impulso de empezar a acariciar mis piernas con la cadena. La marioneta metálica que yo misma articulo sube lentamente desde el tobillo, renqueando en la pantorilla y atascándose en la cara interna del muslo. Uno y otro. Mi excitación in crescendo en una burbuja dentro de la realidad gracias a la magia del tintineo.
Sigue en ascenso la cadena y roza suavemente los cachetes, no sé ya quien la mueve ¿Soy yo?.
Acaricia mis ingles por la derecha, se separa y repite por la izquierda. Cierro los ojos, ¿o no?. De pronto noto el lento caminar por mi clítoris, como se aleja y... zas! un suave golpe inesperado. Un latigazo de excitación en la espalda me lleva a repetir todo el proceso. Quiero la cadena torturándome con sus golpes, adoro estos calentones agridulces en los que un punto de sufrimiento me hacen desear más y más. Ya no quiero telas que amortigüen, de modo que desato los lazos de la braguita de mi biquini y lo dejo caer. Me atormento empezando de nuevo con la cadena en mis tobillos mientras noto la brisa en las carnosas nalgas. Subo cadena y la aparto, subo y aparto, subo y aparto. Acaricio labios y noto todo el vello de mi cuerpo erizado como si hubiera recibido una descarga eléctrica . Tengo el final de los hilos metálicos exactamente a la altura de mi clítoris, yo no los muevo, parece que me lo estoy pensando, cuando una brizna de aire los empuja inesperadamente y me dan a un tímido beso. Un beso nunca me basta...
Se acabaron las tonterías. Cojo los dos hilos dejando un cordón de unos 10 cm de longitud y comienzo a propinarme golpecitos suaves, ni tan siquiera es un pequeño latigazo. Uno, dos, tres... estoy excitadísima dándome golpes con una cortina metálica y solo noto la pulsión en un clítoris y unos labios a punto de explotar, bajo el embrujo del tintineo. Cuatro, cinco, seis, sigo con mi pequeña fusta metálica. Siete, ocho, nueve, me siento cerca, las piernas comienzan a flaquear. Diez, once, doce, reconozco esta sensación, me ocurre cuando estoy tan caliente como ahora, masturbándome de pie en un espacio abierto, e intuyo lo que va a ocurrir si me dejo ir. Trece, catorce, quince, sí, dejarme ir, y ver como el orgasmo adquiere mayor representación no sólo por la contracción de mi vagina, la tensión de mis músculos, la expresión de mi cara. Dieciséis, diecisiete, dieciocho, dejarme ir, descorcharme una vez más y notar brotar la espumar de la botella de champán, ver el líquido fluir, resbalar entre mis piernas. Diecinueve y veinte, esas caricias postorgásmicas cuando más sensible estoy y que tan ricas me saben.
Vuelvo a oír el tintineo en el preciso momento en el que soy consciente de que no corre el aire y la cortina no se mueve. Al tener dos hilos metálicos entre los dedos, puedo ver con claridad lo que ocurre en el patio, la melodía hechizante provenía todo el tiempo de su interior. Sigo algo lenta tras el orgasmo y me cuesta asimilar la imagen que veo a unos pocos metros. Miro una vez pero soy incapaz de procesarlo, de forma que fijo de nuevo la vista. El balancín se desplaza adelante y atrás, al compás de la sintonía, y de primeras no reparo más que en la tapicería de flores desteñida tras años de sol. Enfoco mejor y veo que el balancín le brinda asiento a un hombre de unos 50 y pocos años, el cabello canoso y despeinado por el aire. Su torso no viste prenda alguna y brilla por el sudor. Unos pantalones cortos de color arena reposan abiertos apoyados en el suelo, a escasos centímetros de sus pies. Delicadamente flexiona las rodillas y logra con el movimiento el balanceo del columpio. Mi vista pasó de su torso al suelo sin reparar en la zona intermedia, y lo hago ahora comprobando que entre el estampado de flores del columpio, quedó camuflada una preciosidad rubia, menuda y delicada que lleva un vestido primaveral de tonos claros. Yace recostada en el balancín y deja que Él la columpie, mientras ella balancea la polla en la calidez de su boca al mismo ritmo que le marca el tintineo. Pierdo la vista entonces en su mano y en como acaricia cuidadosamente la suave melena rubia, para, en el momento más inesperado para mi, tropezar con su mirada y una sonrisa intensamente cómplice.
M.